Siberia a nuestros pies
Pedro Chaves Giraldo
Publicado como aportación al debate sobre Municipalismo en Espacio Público el 4 de mayo de 2015
En Memorias de la casa
muerta Dostoieviski pinta un fresco de Siberia que genera perplejidad: un
lugar maravilloso en el que vivir si se sabe entender el sentido de la vida. La
ironía sirve de frontispicio para un relato sórdido de un lugar donde solo es
posible sobrevivir.
España no es Siberia, pero muchos lugares de nuestra
geografía se han convertido en invivibles, en insostenibles, ajenos. La enfermedad llamada capitalismo ha generado
excrecencias y síntomas de su paso en muchos órdenes, en el urbanismo de manera
particularmente intensa. Hay lugares donde la situación ya es solo gestionable,
simplemente no es reversible. La destrucción de los hábitats naturales y la
creación de un urbanismo depredador, pensado para el coche y ajeno a cualquier
vida comunitaria, tiene difíciles soluciones. El desolador paisaje del
alicatado hasta la playa de la costa mediterránea es un ejemplo de este
despropósito que reconoce visos de criminalidad medioambiental.
En esto, como en otras cosas, el bipartidismo imperfecto que
nos ha mal gestionado desde la transición tiene su responsabilidad. El mainstream apenas reconoce diferencias
según gobernasen unos u otros. Solo en los lugares en los que alguna fuerza de
izquierda alternativa condicionó el gobierno del PSOE es posible observar un
urbanismo más orientado hacia la comunidad, sin tampoco tirar cohetes. Pero de
pronto, lugares en los que se ha construido vivienda social; en los que los
planes de urbanismo no han arrasado con el patrimonio histórico; donde no se ha
construido en todo sitio y lugar y se han respetado, incluso conservado,
parajes naturales; donde se han preservado playas que nos recuerden lo que una
vez debió ser la naturaleza en su más hermosa expresión; donde la corporación
municipal se ha preocupado por los más desfavorecidos y ha gastado recursos en
política social; donde se ha intentado integrar la diferencia para generar una
nueva convivencialidad etc… en fin, todas estas pequeñas cosas son un mundo
frente a los lugares donde se ha quebrado el estado de derecho fruto de la
colusión entre un poder político corrupto y un poder económico tan o más
corrupto. Y donde los resultados de esa
colusión mafiosa han dejado ciudades para llorar.
Y, quizá, lo que sea peor, en un país como este, donde las
culturas cívicas de las que hablaba Tony Judt, resultado virtuoso del estado
social, nunca lograron consolidarse, el legado moral de esta devastación
ideológica es una sociedad que vive las instituciones con desconfianza,
prevención o como un espacio de enriquecimiento personal. Nada bueno podrá construirse
desde esa visión ajena de lo común.
Si recorremos nuestra geografía encontraremos la triste
realidad de sectores populares sumados como palmeros al desenfreno urbanístico
y la depredación ecológica. Los miles de euros que llegaban a casa todos los
meses justificaban el apoyo a los ladrones que gobernaban el municipio. La
democracia convertida en un espacio de solidaridad mafiosa. La victoria de los poderes salvajes de los que habla Ferrajoli.
Por eso, no convertir deseos y posibilidades comienza a ser
un ejercicio de importancia. No creo que estas elecciones sean los preliminares
del fin del bipartidismo que morirá, inexorablemente, en las próximas
generales. No es porque no sea una perspectiva tan deseable como saludable, es
porque no es verdad. El bipartidismo es mucho más que la coincidencia
estratégica de dos partidos políticos. El bipartidismo en España es un régimen que incluye otros actores, instituciones y
valores. La crisis del mismo no es su fin y antes de darlo por muerto
convendría saber con qué pensamos sustituirlo. Cuando parecía que el ascenso de
Podemos preludiaba un horizonte de cambio social y político cualitativo,
podíamos pensar que esa expectativa resultaba, cuando menos, estimulante. Ahora
que las encuestas dicen que Podemos está ya por detrás del PP, PSOE y
Ciudadanos, merece la pena que reflexionemos sobre este punto tan importante:
¿qué queremos? Y no menos importante: ¿quiénes creemos que debemos llevar
adelante el programa del cambio?
Ninguna de esas dos cosas está bien construida en estas
elecciones municipales y autonómicas. Los cálculos electoreros de unos y de
otros han impedido consolidar un programa de cambio que fuera más allá de las
siglas. Y la diversidad de fuerzas que se presentan hacen ilegible el
protagonista del cambio: ni un partido, ni una coalición de varios, ahora mismo
un batiburrillo de opciones que producen más melancolía que entusiasmo. La
ilusión por el cambio ha retrocedido espectacularmente desde las elecciones
europeas, mejor ser conscientes de esta situación.
El municipalismo de izquierdas y con perspectiva
transformadora es una opción, una necesidad diría. Y en ese programa no todo
vale: no comparto la idea de que el nuevo urbanismo deba cargarse, así sin más,
miles de pueblos que sobran y hasta las provincias. Lo siento, en mi
perspectiva, la idea de una identidad vinculada al territorio me parece
esencial, y eso no es incompatible con una gestión de los servicios y los
recursos supramunicipal, quieran los municipios o no.
La participación puede ser un slogan, una técnica o bien una
perspectiva de gestión alternativa de los municipios desde las necesidades de
la gente.
Y eso sin olvidar una reforma que ofrezca a los municipios
posibilidades económicas reales de gestionar con suficiencia sus obligaciones.
Creo que las elecciones ofrecen un espacio por el que el
viento del cambio puede colarse y sacudir las ajadas estructuras del régimen
bipartidista, pero no esperaría demasiado de estas elecciones. Sería suficiente
con que llegase alto y claro el voto de castigo a una gestión corrupta y
mafiosa; sería suficiente con que sintiésemos que se restituye el estado de
derecho y las auditorías de las deudas municipales mandan a la cárcel a una
buena cantidad de personajillos; estaría muy bien con que el resultado
pedagógico de este desempeño fuera construir una cultura cívica donde se
restituya a lo público el lugar que le corresponde y donde la idea de “lo
común” le gane la partida al “que hay de lo mio”.
Si algo de esto pasa, habremos hecho una pequeña revolución
(perdón por la expresión).
Quizá, como en algún cuento fantástico esto baste para que
Siberia retroceda y aparezcan paisajes más amables y acogedores. Así no nos
volveremos a ver obligados a cantar las excelencias de una vida imposible en un
lugar imposible.
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