jueves, 7 de junio de 2012

Sexo, mentiras y mayordomos

El caso Dívar convive estos días con otras noticias que dan cuenta de la ruina moral en la que se refocila una parte nada desdeñable de las elites dominantes. Los otros casos son los del avispero del Vaticano, sumido en una febril actividad conspirativa con el objetivo, parece, de preparar con garantías la sucesión de Benedicto XVI. Naturalmente, desconocemos exactamente el contenido real del interés sustitutorio y cuales serían los temas que suscitarían conflicto entre la curia vaticana. La otra cosa tiene un aspecto bien terrenal, como es la crisis de Bankia, aunque interesan esas aristas éticas que el asunto hace asomar. Y no me resisto a comentar algo sobre esa declaración impagable del irrepetible cardenal Rouco Varela, declamando a favor de los ricos y revirtiendo la metáfora cristiana de la aguja y el camello. En adelante, gracias a esta nueva perspectiva de interpretación de la crisis anclada en los "valores", los pobres lo tendrán crudo de verdad para acceder al paraiso y sabiendo que el limbo ha sido disuelto, no se que pueden esperar en adelante.
No pretendo hablar de todo, pero hay un aroma común, mejor decir, un hedor compartido que expresa la ruina de un sistema que hace de la mentira y el engaño una forma de justificación. No es que haya nada nuevo en esto, en absoluto, es así desde el comienzo de los tiempos. Pero la crisis del estado del bienestar y la irrupción del neoliberalismo y neoconservadurismo trajo consigo el dominio de un sentido común que convirtió decisiones económicas y políticas de parte, en episodios ineludibles del normal devenir de los acontecimientos. No es que la lucha de clases haya rebrotado con la crisis económica, es que el neoliberalismo convirtió su agudización en una estrategia económica -el expolio de las clases medias y sectores populares- y política: el ninguneo de la democracia y su uso solo si esta servía con dociliad a los intereses de los poderosos.
La prédica que acompañana este sentido común exigía esfuerzos, sacrificios, compromisos de todos y recompensas selectivas en función de la dedicación y los méritos. El resultado es que desde hace veinte años la desigualdad ha crecido de manera flagrante en nuestras sociedades, haciendo asquerosamente rico a no más de un 10% de la población y empobreciendo espectacularmente al 90% restante.
En ayuda de este mantra moral acudió, presta, una parte de la iglesia católica, convencida de que sus devaneos con los pobres, a través de la teología de la liberación, alejaba a la Iglesia como institución de sus cometidos esenciales: mantener su poder como institución y su capacidad de control moral sobre una parte, aún importante, de las poblaciones. El viraje de la Iglesia católica hacia su afirmación como iglesia de los ricos frente a los pobres has sido espectacular y salvaje.
En ese camino, los valores familiares ofrecían un anclaje seguro frente a las turbulencias morales de un mundo inaprensible y hóstil para una mayoría. Los cambios brutales que hemos vivido han insegurizado a capas muy importantes de la población. Frente a la incertidumbre de un mundo difícil de comprender, el retorno "a los valores de siempre" ofrecía un paraguas precario pero reconocible. Era posible reconstruir una identidad política de derechas de toda la vida combinando el neoliberalismo más salvaje con una identidad conservadora en términos morales. Pero ese matrimonio ha resultado altamente inestable. El caso Dívar pone de manifiesto la mentira sonrojante de este personaje, pero también la ruina moral sobre la que se ha construido el gran fiasco sistémico que la crisis ha puesto patas arriba. A estas alturas los mentideros madrileños conocen el acompañante del personaje y la evidencia de que sus viajes no tenían más justificación que su solaz y goce a costa del erario público. Que Dívar se lo monte con quien quiera es su derecho, pero que desde su altura institucional niegue para otros lo que el práctica a costa de los demás y se atreva a pontificar sobre la austeridad, cuando gasta el dinero que no es suyo con esa generosidad donjuanesca, clama al cielo. Pero en el cielo en el que le esperarían para el juicio severo sobre su vida, tiene influencia un tal Rouco Varela, según parece, así es que puede estar tranquilo. Todo lo más tendrá una condena razonable. Y en vida aún, para dejarlo todo atado y bien atado, tiene tutela el Partido Popular, cabeza visible de esta cruzada contra la dignidad de todos en nombre de los privilegios de unos pocos. Así es que mientras Gallardón quiera seguir ganando notoriedad a cuento de representar mejor que nadie a esa derecha casposa y mentirosa, Dívar no tiene de que preocuparse.
El útlimo dato, para que el puzzle sea completo, es que a este tipo indigno lo colocó una Vicepresidenta del PSOE ansiosa por conseguir el perdón de Rouco Varela y pactar el cese de hostilidades con la Iglesia. ¿ustedes lo entienden?
Lo del Vaticano, y con esto concluyo, da para sugerir a John Le Carré que haga algo, por favor. Tiene toda la pinta de terminar como el protagonista de ese libro de Stanislaw Lem que encerrado irremediablemente, tras una debacle nuclear, en el capitalio con otros miles de congéneres, acabó siendo agente quíntuple. El espia que se espiaba a sí mismo. Pero que el Vaticano sea tan miserablemente terrenal es una gran noticia: su supremacía moral es insostenible. Aún más, simplemente su condición de institución moral es indefendible. De este modo, una vez más, se ponen en evidencia aquellos que -supuestamente- conocían los conjuros para sanar nuestro alma herida. Son unos impostores, representantes eximios de una impostura mayor.

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