Mentiras políticas que duran poco
Pedro Chaves
Miembro del colectivo econoNuestra y profesor de la Universidad Carlos III de Madrid
En 1997 se estrenó la película Wag the dog (Cortina de humo en España), dirigida por Barry Levinson y magistralmente interpretada por Dustin Hoffman, Robert de Niro y Anne Heche (entre otros). En el film el presidente de los Estados Unidos y candidato electoral ha sido pillado con una becaria en su despacho. En realidad no está claro que ha podido ocurrir, pero eso no importa, el hecho es que la noticia puede cambiar radicalmente el resultado de las elecciones. Para impedir ese desastre los asesores del presidente se inventan nada más y nada menos que una guerra en Albania. Y para dar credibilidad a ese invento se contrata a un productor de cine que consigue hacer creer que hay una guerra allí donde, solamente, hay efectos especiales.
La película medio en serio, medio en broma, hace posible una reflexión más que pertinente sobre la relación entre los medios de comunicación y la política y también sobre los arcanos de la gestión de las crisis en los staffs de los partidos políticos más importantes.
Respecto a la primera cuestión y más allá de las obviedades, la película ilustra el hecho de que la centralidad de los medios de comunicación ha modificado lo que, en el espacio público, puede y debe ser percibido como “real”. Esto ya no sería, necesariamente, lo que de verdad pasa u ocurre, sino lo que los medios de comunicación dicen que ocurre y pasa. En el film el personaje interpretado por Robert de Niro responde siempre a las objeciones sobre la disonancia entre los hechos y su realidad mediática: “lo dice la tele”, dando por sentado que esa información tiene la fuerza de una evidencia incontestable. En el espacio público los medios de comunicación se habrían convertido en el locus en el que se dirime la condición de realidad de los hechos al mismo tiempo que su interpretación.
Sobre la gestión de las crisis se abusa de lo que, parecerían, máximas de Maquiavelo traducidas a los nuevos tiempos. En realidad, se trata más bien de lo que los antimaquiavelianos de los siglos XVI y XVII atribuyeron interesadamente a Maquiavelo, pero eso no importa mucho. Las dos grandes máximas de, en todo caso, ese maquiavelismo ramplón y cortoplacista dicen lo siguiente: niégalo todo y todo el tiempo y busca otra acontecimiento que distraiga la atención del público.
Al menos estas tres cuestiones aparecen con mucha claridad en la gestión de la crisis que el PP está realizando. Por una parte, la colonización partidaria de los medios de comunicación o bien, la colusión de intereses entre unos y otros, ofrece al PP la posibilidad de reformatear la realidad de manera que un caso flagrante de corrupción sistemática de un partido político se convierta en el caso particular de un “delincuente” (el sr. Bárcenas), en coalición con una oposición antipatriota. Las portadas de algunos de los medios más afines al PP (ABC o La Razón) han sobrepasado los límites de la desvergüenza deontológica en este empeño.
En segundo lugar, la estrategia comunicacional del PP, en coalición con los medios afines, sigue empeñada en una línea maginot tan quebradiza y frágil como persistente: todo lo que dice Bárcenas es mentira; la financiación ilegal del PP es mentira; la participación casi al completo de la cúpula del PP en este entramado es mentira también.
Por otra parte, la canción del verano con el conocido tema sobre Gibraltar, nos recuerda aquel otro fenómeno tan casposo como ridículo del conflicto del año 2002 en la Isla Perejil. Agitar las banderas suele ser un tema de éxito que distrae tanto como entretiene.
Pero la mentira tiene las patas cortas, como dice un castizo refrán y no es pensable engañar a todo el mundo todo el tiempo.
Por una parte se abre paso la evidencia de la participación de la cúpula del PP en un entramado de financiación ilegal en el que participaban, por gusto o por fuerza, las principales empresas de este país. Esa corrupción sistemática reportaba, además, pingües beneficios a los dirigentes del PP.
El reconocimiento de que se cobraban sobresueldos es la constatación de que ese entramado había forjado una coalición de intereses espúrios y delictivos. La canción de verano: Gibraltar me mata, ha durado más bien poco y ha tenido poca pegada. Ha ocupado portadas, es verdad, pero en las terrazas de los bares, en las pachangas veraniegas y en las comidas familiares se habla de otras cosas, se viven otras preocupaciones. Y, ocasionalmente, puede tener un efecto contraproducente en el plano europeo e internacional.
En la estrategia del PP cuenta el tiempo y hay dos hitos a los que estos dirigentes se aferran en la convicción de que sobrepasarlos modificará sustancialmente la perspectiva de la opinión pública. De una parte las elecciones alemanas del 22 de septiembre, de otra el fin de las noticias catastróficas en lo económico y la aparición de noticias que pueden ser vendidas como buenas (aunque no lo sean, pero si lo dice la tele).
Es fiar demasiado a factores externos y con tiempos de inserción en las agendas políticas diferentes, el cambio de perspectiva de la opinión pública y el alivio de la tensión que ahora siente el PP de los pies a la cabeza. Dando por hecho que ambos procesos traerán noticias que permitirán resituar los temas de debate y controversia en el plano nacional.
Pero hasta ahora, una buena parte del partido se ha jugado en los planos institucional y comunicacional. En ambos las salidas pensables y posibles no revertirán el profundo deterioro que la situación están produciendo en la confianza hacia la política y la dinámica democrática en nuestro país. Desde hace años, el PP se ha convertido en un factor de riesgo para la democracia y para la convivencia, tanto por sus políticas públicas como, ahora, por su gestión de la crisis. Es difícil calibrar el daño que esta articulación de mentiras y autoritarismo casposo, promovido por el PP y quienes le sostienen, está produciendo en términos de cultura política, cultura cívica y compromiso democrático de nuestra ciudadanía. El pluralismo democrático en España necesita de un partido de centro derecha, nadie lo duda, pero con toda seguridad no de este Partido Popular.
Si la salida institucional: una eventual dimisión de Rajoy complementada por la retirada (hacia Europa, por ejemplo) de algunos señalados dirigentes actuales del PP, se realiza sin una importante movilización social en esta dirección, se habrá puesto un parche nada más, al tiempo que se habrá favorecido ampliar la sima que separa a la ciudadanía, a la sociedad civil y a la clase política y las instituciones.
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